miércoles, 20 de enero de 2010
ECONOMÍA Y VIDA PLENA EN LA APOCALÍPTICA NEOTESTAMENTARIA
Resumen
La apocalíptica cubre una importante sección de las escrituras cristianas. En este artículo se la analiza como el horizonte ético que influirá en la comprensión de los modos en que se disponen y administran los bienes comunitarios. En particular, se estudia su significación en los ámbitos urbanos en textos paulinos y del Ap. de Juan. Se reconocen sus imágenes y sus límites. Se propone una hermenéutica donde la apocalíptica se presenta como descripción y juicio de la realidad económica y se recupera su significación para la ética cristiana.
No puede faltar, en una visión del sentido y ética de lo económico en la Biblia, la mirada desde la apocalíptica. La apocalíptica, como particular visión del mundo, del tiempo y la historia humana, ha teñido la dinámica cristiana desde sus orígenes en un sentido o en otro, por aceptación, elaboración o rechazo. Son pocos los libros del Nuevo Testamento que no están influidos por esta visión. La concepción de lo creado que informa la cosmovisión apocalíptica, de su finitud y re-creación, pone ciertas líneas para la comprensión de lo económico/ecológico. A su vez la apocalíptica se origina en ciertas condiciones socioeconómicas y políticas, surge como una formulación simbólica que responde a determinadas conformaciones de las fuerzas que interactúan en su espacio social-cultural.
Por otro lado, y para evitar caer en un determinismo monocausal, es necesario reconocer que una vez creada, esa simbólica se extiende más allá de su ámbito de origen, se elabora literariamente en distintas formas y se aplica a diversos fenómenos sociales en situaciones diversas. De manera que no necesariamente cada vez que aparece un lenguaje apocalíptico uno puede suponer que automáticamente estamos frente a la misma lectura de la realidad, a similar problemática social, o en espacios que se pueden comparar al del surgimiento de esta simbólica. Por ello es necesario situar cada discurso apocalíptico en su marco histórico preciso, y cada particular lectura debe explicitar también sus propios supuestos. Esto es cierto para todos los textos, mucho más aún para textos como los apocalipsis, cuya simbólica es intencionalmente polisémica, con altos niveles de fluidez imaginativa, y con referencias históricas que resultan crípticas. En nuestro caso, trataremos la simbólica económica de la apocalíptica urbana del Nuevo Testamento, con especial atención al Apocalipsis de Juan. Ello no significa que lo dicho pueda extenderse a todos los apocalipsis del periodo, y mucho menos a todos los discursos apocalípticos que se formularon a lo largo de la historia o a los que se presentan hoy. El sentido hermenéutico lo plantea la particular instancia de su formulación. En el ámbito cristiano estos escritos neotestamentarios tienen un valor normativo frente a la pluralidad de apocalipsis, incluso frente a la lectura de otros apocalipsis antiguos o modernos, y frente a otros géneros que también se refieran a la dimensión económica de la vida.
Finalmente, no podemos olvidar que especialmente para la apocalíptica, estos símbolos no solo expresan una determinada situación social y momento político, sino que son fundamentalmente comprensiones y explicitación de ciertas mediaciones de lo transcendente. Es necesario reconocer que los autores apocalípticos y sus lectores inmediatos percibían la operación de las fuerzas y promesas divinas más allá de lo que la realidad y circunstancias históricas les mostraban. Justamente en esto está la fuerza del discurso apocalíptico. Prescindir de esa dimensión impediría comprender el sentido que reciben y generan esos textos. En realidad, la simbólica apocalíptica es en primer lugar una simbólica de conexión con lo transcendente. Su contenido explícito pone al visionario o viajero revelador en contacto con el espacio de lo divino, que aparece como crítica (juicio) sobre la realidad histórica. Los hechos históricos y sus interpretaciones conforman un segundo espacio, se plasman a través de un metalenguaje que debe ser descifrado desde el espacio celestial. En este sentido es importante valorar desde dónde lee el autor apocalíptico la realidad histórica, con todos sus componentes, y qué condiciones y expectativas nutren su descripción. Es esta dimensión particular de la apocalíptica la que lo hace significativo para lo ético, porque entonces lo ético (incluso lo ético económico) no se agota en el concenso social, o en las pretensiones de la ideología dominante —que suelen ser concurrentes— sino que es una lectura desde un espacio que es intencionalmente extra-histórico, y que, en nuestro caso, suele mostrar el oculto lugar de las víctimas.
El “ethos” apocalíptico urbano en el Nuevo Testamento
Estamos advertidos de no exagerar la distinción entre el mundo helénico y el judaísmo del S. I, ni extremar las tensiones entre lo rural y lo urbano, ya que había una fuerte interacción entre ambos. Sabemos también que la Galilea en la cual se movió Jesús y sus primeros seguidores estaba densamente poblada, con sus numerosas aldeas diseminadas en la campiña y sus enclaves urbanos —aun cuando los evangelios ubican a Jesús fuera de las ciudades, a excepción de Jerusalén. También hay que contar con que, tras más de tres siglos de presencia occidental en la región, ésta estaba fuertemente helenizada, y que por lo tanto la fluidez cultural existente nos impide establecer límites tajantes entre lo griego y lo judío, lo rural y lo urbano. No obstante, es necesario distinguir la cultura urbana de su entorno rural en sus imágenes, ritmos vitales, las expectativas y los modos de relación, que suelen ser fundamentalmente distintos.
En cuanto a las imágenes bástenos un ejemplo para ilustrar estas diferencias. El así llamado “discurso apocalíptico de Jesús”, en Mt 24, abunda en imágenes rurales, muchas de ellas explícitas: “Los que están en Judea huyan a los montes, el que está en el techo no entre para tomar algo de la casa, y quien esté en el campo no regrese a buscar su manto” (16-18). “Entonces estarán dos en el campo, uno será tomado y el otro será dejado. Dos mujeres estarán moliendo en un molino, una será tomada y la otra dejada” (40-41). Estas palabras, surgidas probablemente en el ámbito rural de las aldeas del norte de Galilea , permiten vislumbrar la tensión con lo urbano. Es en el espacio urbano donde se da el sufrimiento, el castigo, el poder avasallador que precede a la destrucción apocalíptica; por el contrario, la huida debe ser hacia los montes, evitar entrar en las casas, no volver a los poblados. Las actividades cotidianas desde donde son tomados los rescatados son la labranza y la molienda.
Las diferencias entre estas imágenes y las que nos ofrece Pablo, por ejemplo, muestran claramente matices contrastantes atribuibles a las diferencias del entorno cultural señalado. Efectivamente, la visión de la venida del Señor estructurada sobre la práctica de la apántesis de las ciudades griegas , como la que presenta 1 Ts 4,16-17, responde a una comprensión e imaginería marcadamente urbana. Y si bien algunas imágenes y metáforas pueden ser comunes (p. ej. la metáfora del ladrón, 1 Ts 5,2, Mt 24,43, o el motivo de los ángeles tocando la trompeta, 1 Ts 4,16, Mt 24,31), una lectura de conjunto permite apreciar cómo los “climas” literarios son distintos. En nuestro caso vamos a concentrarnos sobre las imágenes más afines al mundo urbano, tomando como caso la literatura paulina y el Apocalipsis de Juan. No pretendo analizar la isotopía económica en todos los textos apocalípticos de esta literatura, sino mostrar algunas características salientes que nos ayuden a la reflexión ética en torno de los modelos económicos que hoy se nos imponen en nuestra realidad latinoamericana.
Bienes materiales y expectativa del fin
La lectura tradicional: “El fin no llega, la comunidad se adapta”
El libro de los Hechos nos presenta una visión de la comunidad primitiva en Jerusalén, donde los bienes materiales son puestos al servicio de la comunidad para servir a los que están necesitados. La lectura clásica de este momento que algunos han llamado del “comunismo cristiano primitivo” es que, alentados por la expectativa de la pronta manifestación gloriosa del Señor y su gobierno universal, se dio una “cooperativa de consumo” sin previsión de formas productivas. Por eso, cuando se acabaron los bienes acumulados disponibles y se diluyó el ethos apocalíptico que sostenía esa práctica, se necesitó ayuda externa. Y con ello habría terminado la posibilidad de gestionar lo económico desde la perspectiva comunitaria.
Una lectura similar se ha hecho de la situación descrita en 2 Ts. Allí, según la exégesis tradicional de esta carta, un grupo de cristianos, confiando en la parusía inminente, habría dejado de trabajar, viviendo de lo que ya tenían, y ahora, con el transcurso del tiempo, se encontraban sin recursos y pretendían servirse de la caridad de los otros creyentes. A estos mandaría el autor que “el que no trabaja, que tampoco coma” (2 Ts 3,10). Si bien la perspectiva escatológica se mantiene en esta carta, se la acomoda al hecho de que la venida del Señor debe pasar por “etapas”, se posterga en el tiempo, y por lo tanto la economía comunitaria debe orientarse según pautas más “realistas”, adaptarse a los modos de vida del sistema para poder perdurar y realizar su tarea misionera.
Esta lectura del libro de Hechos o de 2 Ts, tan difundida, es, sin embargo, claramente ideológica. La idea de la posibilidad de una formulación económica alternativa es condicionada a una apocalíptica de irrupción inminente del Cristo glorioso y su gobierno. De no darse esta variante —como evidentemente ha ocurrido— lo único que quedaría es adaptarse al sistema para vivir en él, y el mensaje evangélico queda reducido a una variante religioso-espiritual y, en el mejor de los casos, a una ética de buena voluntad con respecto al hermano necesitado.
Pero, ¿es ésta la única interpretación posible de estos hechos? Ciertamente no, ni siquiera es la que tiene mejor sustento textual. Al contrario, los propios textos no avalan esta relación entre la desilusión de la venida inminente y el fracaso económico comunitario. El relato de Hechos no supone la disolución del “comunismo cristiano-primitivo”, sino su ampliación. En primer lugar, por un reclamo —aceptado y solucionado, al menos en la disposición— de incluir equitativamente en el sistema de reparto a las viudas helenistas (Hch 6,1-7). Luego la participación se extiende más allá de Jerusalén. Las iglesias gentiles son incluidas en este sistema solidario, como lo demuestran la ofrenda que envían los cristianos de Antioquía (Hch 11,27-30), o las que recolecta Pablo para llevar en su visita a Jerusalén (Ga 2,10, 1 Co 8 y 9, Rm 15,26-27). Pablo habla de “una ofrenda para los pobres” para participar en un intercambio entre los bienes “espirituales” recibidos por los gentiles de sus hermanos judíos y los bienes “materiales” que necesitan los cristianos de Jerusalén (argumento expuesto en 2 Co y Rm). La razón que esgrime el autor de Hechos, probablemente unos treinta años después, es una hambruna en Judea. En ningún caso se disminuye el valor del compartir los bienes, ni se lo atribuye a un fracaso de la gestión comunitaria en Jerusalén, y menos aún a la decepción por la no realización de la parusía.
Tampoco es el caso de 2 Tesalonicenses. Este escrito es probablemente deuteropaulino y está dedicado en su parte más extensa a replantear el tema apocalíptico. La idea de la venida gloriosa del Señor, con su dimensión de juicio y hasta de venganza, no se abandona (2 Ts 1,6-10 et passim). Por el contrario, seguirá siendo la base que sustenta la esperanza de la comunidad, la que le permitirá renovar su confianza y solidaridad. Si bien la inminencia de esa venida ya no aparece con tanta claridad, esto no es motivo para la desesperación. Por el contrario, se hace necesario permanecer firmes pues aún ha de sobrellevarse un tiempo de persecución y las manifestaciones opresivas del maligno. Por eso la comunidad debe consolidarse como espacio fraternal y enderezarse según la instrucción paulina. Es en este contexto donde aparece la referencia al trabajo: es el modo de organizar la comunidad para la solidaridad, de mostrar una nueva forma de vida donde el trabajo es un aporte a la vida comunitaria y no simplemente la maldición de los pobres. El vivir sin trabajar en el mundo antiguo era privilegio de los ricos, que valoraban el “ocio creativo” y despreciaban el trabajo manual como cosa de esclavos y pobres, y aún el comercio y la tarea de los maestros rentados porque ocupaban la mente en cosas de menor nivel. Es este ocio el que les daba el tiempo para dedicarse a elucubraciones abstractas y a criticar a los demás. La exhortación a mantenerse con sus propias manos, siguiendo el modelo apostólico y en continuidad con las recomendaciones de 1 Ts 4,9-12, lejos de surgir por la dejadez que produce una concepción de inminencia escatológica, es, más bien, una forma de asegurar la disciplina comunitaria frente al desarrollo de chismes y diretes y una revalorización de la condición de los pobres —probablemente en su mayoría artesanos, esclavos, trabajadores libres ocasionales—, que forman la comunidad y que la sostienen por su propio esfuerzo .
Nos parece, entonces, que la concepción de una parusía inminente de Cristo Jesús y la implantación del reinado eterno de Dios —con distintas variantes en cuanto a la transformación de la creación— no necesariamente provoca una visión de lo económico que alentara el desapego por el trabajo, por los bienes materiales, o por las responsabilidades por organizar la producción y distribución de los mismos. La idea de una irrupción cercana, si bien era el horizonte teológico dominante, no era la única razón organizativa de las comunidades cristiano-primitivas. Y que, por lo tanto, la modificación de la expectativa apocalíptica habría dejado a los creyentes faltos de una “teoría económica alternativa”, con la única posibilidad de aceptar y adaptarse nuevamente al sistema esclavista imperante. Era la centralidad de la vida comunitaria la que creaba actitudes alternativas; era la forma de responder concretamente a las situaciones cotidianas la que origina las cartas paulinas y sus respuestas prácticas, aún en ese horizonte escatológico. Es la pérdida de esa dimensión comunitaria, que también aparece ya insinuada en algunos textos, lo que habría provocado la adaptación a las formas patronales-patriarcales que posteriormente ocurre. Cuando posteriormente se produjo esa re-asimilación a la ideología económica del Imperio, probablemente se debió a una pluralidad de factores entre los cuales los cambios que sufrió la escatología ocupó un lugar parcial. Quizás haya que plantear la cosa en forma mucho más dinámica: en la medida en que las comunidades se fueron ampliando y necesitaron dar respuesta a mayor cantidad de situaciones de conflicto con escasos recursos, y cuando ciertos sectores cristianos fueron tomando una posición más adaptativa al entorno imperial, por lo que las comunidades integraron ciertas formas institucionales propias de la cultura dominante, también se modificaron ciertas características de la concepción apocalíptica para hacerla más “suave” en su dimensión crítica. Estos elementos, los surgidos de ciertas imposiciones del entorno, junto con la demora de la parusía y la modificación del ethos comunitario —y otros más probablemente— convergieron para modificar tanto la visión escatológica como la comprensión de lo económico en el segundo siglo cristiano, y mucho más evidentemente, a partir del tercero.
Lectura alternativa: el horizonte apocalíptico promueve una economía para la vida
Si la apocalíptica no debe interpretarse como una desvalorización de la realidad económica y del compromiso con la vida plena, ¿qué significó, en términos positivos, esta concepción, con respecto a la cuestión económica?
Los escritos paulinos son tenidos por los más tempranos del Nuevo Testamento, en tal sentido muestran las marcas de la vida de los primeros decenios de la vida de la Iglesia y la influencia de lo que algunos han llamado “la matriz apocalíptica de la teología cristiana”. El mismo Pablo tiene ante sí un horizonte marcado por la certeza de la pronta manifestación gloriosa del Resucitado y de una transformación (liberación) de la creación. Confía que ello ocurrirá durante su vida. De manera que, en realidad, habría que considerar toda su obra como textos apocalípticos. Sin embargo, nos limitaremos a los textos que más explícitamente manifiestan esta línea del pensamiento de Pablo.
La Primera carta a los Tesalonicenses, su escrito más temprano, es aquél en el que más claramente expone su concepción sobre el final de los tiempos. No vamos a repetir aquí el análisis sobre este texto . Vale la pena notar, sí, que 1 Ts contiene varias referencias a lo económico. Estas referencias incluyen el rechazo de la motivación de avaricia por parte del grupo apostólico (2, 5), su disposición a trabajar “para no ser carga para los demás” (2,9), una valoración del trabajo manual (4,9-12), una amonestación a los ociosos (5,14). Estas referencias directas deben complementarse con otras indirectas, referidas a “no haber trabajado en vano” en la tarea misionera (3,5), o el respeto a quienes “trabajan entre Uds. y los presiden” (5,12). La perspectiva escatológica, de corte apocalíptico que se marca en 4,13-5,11, aparece como un horizonte que orienta la acción económica, no que la paraliza. En ese horizonte se valora la puesta al servicio del Reino del trabajo material —que se hace una forma de testimonio “ante los de afuera” (4,12)— como también la tarea del servicio a la comunidad como función interna. Aquí, como en 2 Ts, la referencia es al trabajo. Esto estaría indicando, de paso, la situación de la comunidad: es gente que vive de su trabajo, la única actividad económica que conocen es el esfuerzo laboral, mayormente el trabajo manual.
Sin pretender entrar a fondo en la extensa literatura de Pablo con la iglesia de Corinto , vale la pena señalar, que, considerado en conjunto, este intercambio epistolar alude en forma directa e indirecta a cuestiones económicas en reiteradas oportunidades. El argumento sobre el autosostén del apóstol, la relación entre ricos y pobres en la comunidad, los problemas de la comensalidad, las referencias al trabajo y los textos vinculados con las ofrendas a Jerusalén permitirían elaborar una rica propuesta sobre la comprensión económica de Pablo. Cabe destacar que en varias de esas oportunidades, cuando Pablo menciona ciertos problemas vinculados al orden económico, aparece la idea de juicio. Esto es claro en el texto de 1 Co 6,1-11. Allí el problema se plantea porque hay miembros de la comunidad (aparentemente los más poderosos e influyentes) que están llevando a otros (aparentemente con menos recursos) a pleito ante los tribunales (si bien el contexto es distinto, esta práctica aparece también denunciada en Santiago “¿No son acaso los ricos los que los oprimen y arrastran ante los tribunales?” 2,6). Se señala explícitamente que esta actitud tiene que ver con las cosas que hacen a la vida cotidiana. Probablemente se trate de deudas o créditos impagos. Pablo señala que en el seno de la comunidad es preferible sufrir un agravio o soportar una deuda que exponer a los hermanos ante los magistrados paganos. Estos son llamados injustos (adikos 6,1) e inconfiables (apistos 6,6). Es decir, son los magistrados que establecen y aseguran un orden de injusticia en el que no se puede confiar. Someter a los hermanos a ese orden en las cuestiones que hacen a la posibilidad de sobrevivir es avergonzar a la comunidad. Por eso quienes se hacen cómplices de estas prácticas no pueden heredar el Reino. Es interesante la lista de excluidos del Reino que ofrecen los vv. 9-10. En esta lista se incluyen básicamente dos tipos de pecado: los vinculados a la lujuria sexual en el v. 9 (sobre lo que tratará en los vv. 13-20) y los vinculados a la ambición desmedida de bienes: ladrones, usureros, abusadores, estafadores (entre los cuales se mezclan los borrachos, que quizás corresponda al primer tipo). La primera parte de la lista se puede considerar dentro de la visión que Pablo tiene, como judío, de la condición inmoral de la sociedad romana, de sus cultos báquicos, orgías y prácticas promiscuas, lo que también se refleja en la caracterización que hace en Rm 1,26-32. Señala que algunos de los conversos provienen de esas prácticas, las cuáles han abandonado (v. 12). Bueno sería, entonces, que abandonen también las prácticas económicas de esa sociedad y el sistema jurídico legal que las sustenta e impone.
La creación de una comunidad alternativa supone también una práctica económica alternativa. Esa práctica es un juicio sobre la vigente. La dimensión escatológica no está ausente sino que es recordada como el contexto que permite enjuiciar la injusticia e inconfiabilidad del sistema: serán los hermanos humildes (lo vil del mundo, los que no son, según 1,28) los que han de juzgar este mundo, sus magistrados, y aún a sus dioses protectores (en ese sentido debe interpretarse “juzgar a los ángeles” en 6,3 —ver Foulkes, I. op. cit., ad loc.—). Pablo es consciente que, entre tanto, no existe la posibilidad de aislarse totalmente del mundo circundante y de los que siguen sus esquemas (5,10, notar la similitud entre ambas listas), y evitar todo contacto con ellos. Pero las prácticas de la vida comunitaria deben ser claramente diferentes. Es cierto que no se plantea proyectar este nuevo ethos al mundo circundante. En esto su visión de la brevedad del tiempo sí juega un papel importante (7, 29-31). No tiene sentido ni hay tiempo para cambiar todo el mundo, pero sí tiene sentido mostrar una comunidad diferente también en su práctica económica, pues este ha de ser el criterio de juicio para el mundo.
El texto relacionado con la práctica eucarística (1 Co 11,17-34) nos presenta un concepto similar. Allí el problema está vinculado a la comensalidad: algunos comen hasta saciarse y otros pasan hambre ¡aún en los encuentros comunitarios!. El marco eucarístico hace particularmente crítico este hecho. Es allí donde se revive la pasión del Señor y se anuncia su regreso glorioso. Efectivamente, a la fórmula eucarística que Pablo “recibe del Señor” (v. 23) le agrega una referencia a la vuelta del Cristo. La eucaristía, en ese sentido, no es un ritual interno de la comunidad sino una proclamación (“la muerte del Señor anuncian hasta que él venga” v. 26). En la medida en que la eucaristía es anuncio y anticipo de esa venida, es también anuncio y anticipo del juicio. Quien participa indignamente se hace culpable de la muerte del Cristo. El v. 29, sin embargo, tiene una particularidad que llama la atención: allí por un momento se pierde la referencia al cuerpo y la sangre y solo se menciona “sin considerar el cuerpo”(incluso las mejores variantes proponen “el cuerpo”, y no “el cuerpo del Señor”). Creo que la explicación de ello es que aquí Pablo se refiere a la comunidad, a la que compara con el cuerpo en los vv. siguientes (cap. 12) hasta llegar a decir que la Iglesia es el cuerpo de Cristo (12,27). Quien come y bebe de una manera egoísta y no considera a la comunidad —el cuerpo—, anticipa sobre si el juicio escatológico. De esa manera la comensalidad compartida se hace criterio de juicio ya en la mesa eucarística.
El capítulo más claramente apocalíptico de la correspondencia de Pablo con Corinto es 1 Co 15. Allí, en el marco de su exposición sobre la doctrina de la resurrección, vuelven las figuras de la irrupción súbita, el toque de la trompeta, la sujeción y transformación de lo creado. Pablo aún cree que esto sucederá en su generación (vv. 51-52). Pero esta concepción de la resurrección, lejos de desvalorizar el cuerpo, lo enaltece. Es interesante cómo es justamente el hecho de la resurrección el que desacredita el refrán “comamos y bebamos que mañana moriremos” (v. 32). Justamente la confianza en la resurrección establece un horizonte ético que afecta la manera en que se usan los bienes materiales, si bien reconoce su transitoriedad. Pero en esa transitoriedad se juega el destino de lo definitivo. El comer y el beber no están solamente para brindar placer personal, no son la meta de la vida. Hay un horizonte más amplio, abierto por la resurrección que le da sentido al comer y al beber, que es un horizonte ético. Ese horizonte lo establece el amor de Dios, al cual todo finalmente ha de sujetarse.
Finalmente cabe también hacer una referencia a Rm 8. Estamos en lo que probablemente sea, cronológicamente hablando, la última de las cartas indiscutidas de Pablo. En el marco de la consideración de lo que es la vida en el Espíritu, en los vv. 18-27, Pablo vuelve a ciertos núcleos del esquema apocalíptico: la gloria venidera, la manifestación de los hijos de Dios, la liberación y transformación de lo creado, actualmente sometido a corrupción. El horizonte apocalíptico que el apóstol no ha abandonado en toda su trayectoria teológica vuelve a constituirse en el espacio ético donde se ubica la relación ser humano-creación-vida. La creación y la vida son sujetas a corrupción, y es esa corrupción la que impide la plenitud. Esta corrupción es la que genera el sufrimiento de los creyentes (v. 18). Luego se expresará en sus manifestaciones concretas, que son las que procuran separar al ser humano del amor de su redentor: tribulación, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligros y espada (v.35). La lista marca cuestiones de orden cultural, política y económica. Estas son las formas concretas en que se manifiesta la corrupción y la muerte que sujetan al orden creado. Frente a esta sujeción aparece la libertad de los hijos de Dios. Estos son los encargados de hacer manifiesta la vida “en el Espíritu” como vida plena, liberada. Esa vida plena está contenida en la actual creación como el hijo o la hija en una mujer preñada. Busca manifestarse, y cuando ya no puede hacerlo, se expresa con gemidos que son anuncio de esa búsqueda de liberación, de ese anticipo de un tiempo nuevo. Ese es el horizonte de esperanza que sostiene la vida en el tiempo de la opresión.
El conjunto de estos textos que hemos visto aquí a vuelo de pájaro, y otros que podrían examinarse con mayor detenimiento, alcanza, sin embargo, para plantear una lectura sobre la relación entre vida material y vida plena en el contexto de la visión apocalíptica paulina. La apocalíptica en Pablo ha establecido un horizonte que, lejos de desactivar la responsabilidad de los y las hermanas de las comunidades por las cuestiones de la vida cotidiana, incluyendo lo económico, le ha provisto una orientación concreta. Aún en su transitoriedad son oportunidad para manifestar la vida plena que Cristo ofrece. Son los medios mediante los cuales se hace visible la comensalidad común, la disposición al servicio, las formas de vida y el amor que debe caracterizar a la comunidad de fe. La forma en que se consiguen, administran y comparten los bienes materiales necesarios para la vida humana son contrastados con la forma en que lo hace una sociedad injusta e inconfiable. La simbólica apocalíptica muestra aquí, sin embargo, también su límite: resulta inútil e imposible pretender modificar esa sociedad porque está destinada a desaparecer en breve, porque se construye sobre una fuerza de corrupción que ha de ser destruida en la manifestación gloriosa del Cristo y los suyos, en la liberación y transformación que ocurrirá pronto. Cuando, más adelante, la simbólica apocalíptica comience a ser desactivada por la demora de la parusía, lo que primero se trata es de superar esa limitación y ver de qué manera se puede extender socialmente ese horizonte ético. Al hacerlo, nuevas consideraciones entran en juego, pues no se puede pretender que la comunidad creyente y la sociedad sean coextensas. Pero no se trata de dejar de lado su ética, sino el de superar su limitación.
Mirando el Apocalipsis de Juan
Nos concentraremos ahora en el libro más claramente apocalíptico del Nuevo Testamento. Sin entrar ahora en todos los detalles que suelen discutirse en la Introducción Bíblica en cuanto a ubicación, circunstancias, fecha, etc. de los distintos libros, optamos por ubicar, junto con un gran número de autores, al Apocalipsis de Juan hacia la mitad de la última década del primer siglo (circa 95), cerca del final del reinado de Domiciano. Sin duda el texto circula originalmente entre las iglesias cristianas del Asia Menor, especialmente en los espacios urbanos. De manera que al analizar la situación del autor y lectores originarios nos ubicamos en ese ámbito.
Este libro no es un mapa y agenda sobre la venida inminente de Señor Glorioso. La mirada sobre el esperado fin de la historia es una mirada al tiempo que aún le queda a esta creación como un espacio en el cual aún han de manifestarse plagas y dolores, infortunios y contradicciones que revelan la subsistencia del mal, destronado y abatido en el cielo, pero operante en la tierra. También nos ofrece un relato indirecto sobre el testimonio activo de los fieles en medio de este tiempo. Es, por lo tanto, una lectura de la realidad. La certeza del Reino del Cristo no es solo la certeza de una pronta y súbita irrupción del fin, sino un anhelo por un tiempo nuevo que tarda en manifestarse. Esa tardanza aumenta el tiempo y la naturaleza de las pruebas a las que la comunidad creyente se ve sometida, y de allí su clamor. Contra ese trasfondo tiene que leerse la historia terrena, alumbrada por la revelación celestial.
La situación económico-social en el Apocalipsis de Juan
La región de Asia Menor (llamada simplemente Asia en la documentación romana) era bastante rica, especialmente su costa occidental y los valles del Lido y el Lico, donde se ubican las iglesias mencionadas en los caps. 2 y 3. Si bien durante un cierto tiempo del primer siglo sufrió un periodo recesivo en su economía, que hizo mermar su importancia relativa dentro del espacio económico del Imperio Romano, ello no impide considerarla una región próspera en términos generales. Ciudades como Esmirna, Éfeso y Pérgamo eran referencias urbanas significativas para la época, y otras de menor importancia demográfica, como Laodicea o Tiatira tenían, sin embargo, un buen desarrollo económico tanto por su entorno rural como por ciertas industrias regionales de prestigio.
Estas ciudades, de origen griego en su mayoría, y ciertamente potenciadas durante el periodo helenístico, se habían integrado rápidamente al sistema del esclavismo romano. Podría decirse que, en términos generales, se habían transformado en ciudades que seguían el esquema económico imperial, en lo que se refiere a su conformación social, estratificación y división de clases. Esto quiere decir que la “prosperidad urbana” a la que nos referimos es la prosperidad del sector aristocrático, los decuriones sostenidos por el sistema romano, bajo el patronazgo cesáreo. No es casualidad, entonces, en que en esta región del Imperio el culto al Emperador alcanzara gran fuerza, siendo Esmirna, Sardes y Éfeso verdaderos centros de esta práctica. Esto se reflejará en las cartas eclesiales del Apocalipsis.
Hay que reconocer que es probable que el sector comercial y artesanal de estas regiones gozara de cierto nivel económico un poco mejor que el de otras zonas del Imperio. La ubicación geográfica que la convertía en paso obligado entre el Oriente y Occidente del Imperio beneficiaba al sector comercial y daba vida a una importante actividad naviera. Efectivamente, con sus buenos puertos naturales y su desarrollo vial generaba, especialmente en la estación navegable, una oferta laboral atractiva. Marinos de todas partes del Mediterráneo se encontraban en las ciudades portuarias. Esto producía, además, una circulación monetaria fluida, que no necesariamente era usual en otras regiones del Imperio, donde predominaba el trueque o los pagos en especie.
En la época de Domiciano se producen simultáneamente dos movimientos. En el plano económico, la administración imperial sufre un cierto desorden, especialmente hacia el final de su reinado. Los historiadores del periodo no son unánimes al evaluar este hecho. Las fuentes también son ambiguas y tendenciosas. La mayoría de las fuentes romanas que nos informan del tiempo de Domiciano (Plinio el Joven, Suetonio, Tácito, que son curiosamente las mismas que nos dan los primeros datos seculares del cristianismo primitivo) están involucradas en las luchas políticas de la época. Escriben en el periodo de Trajano y bajo su protección, siendo que Trajano se presenta a sí mismo como el iniciador de una nueva era que viene a restaurar el Imperio amenazado por la corrupción de las administraciones anteriores. Cuánto de esta desorganización era real y afectó significativamente a la región que nos interesa, y cuánto fue un invento ideológico “trajanista” para justificar su gestión resulta difícil de evaluar. En todo caso, podemos estar seguros que si hubo cierta tensión económica, esta debe haber afectado, como siempre ocurre, especialmente a los pequeños productores artesanales y a los hombres libres sin ocupación fija (jornaleros rurales). Estos, al estar siempre en el umbral de la sobrevivencia, se veían más expuestos a cualquier variación económica, ya sea por cuestiones políticas o por situaciones particulares que los expusieran socialmente.
En el plano ideológico parece ser que Domiciano impuso una fuerte presión sobre el culto a su persona. Nuevamente aquí las fuentes demuestran su tendencia política. Quizás esto sea menos significativo en Asia que en otras zonas, no porque la presión para el culto al Emperador haya sido menor, sino porque la tradición de honras divinas al Rey estaba tan arraigada ya en esta región, aún antes del Imperio, que la acción imperial no podía agregar mucho. En todo caso serviría para renovar y justificar una práctica de por sí muy difundida. La carta de Plinio a Trajano (que hemos tratado en el artículo sobre Asia y Bitinia en RIBLA 29) muestra cómo funcionaron las prácticas cultuales al César —en ese caso a Trajano— en relación a las comunidades cristianas.
Dentro de este panorama general es necesario ubicar la composición de las iglesias en las que se genera y extiende el mensaje del Apocalipsis. Los datos son mayormente suministrados por los primeros capítulos, aunque hay indicios en otras imágenes que ayudan a ubicar la situación de estas comunidades.
Las comunidades cristiano-primitivas, y específicamente las mencionadas en las cartas, en su mayor parte, deben ser ubicadas, con toda probabilidad, dentro del espacio de los artesanos urbanos y otros sectores de menores recursos económicos . Quizás la excepción pueda marcarse en Laodicea. Varios factores apuntan en este sentido.
En primer lugar, es evidente que las comunidades están viviendo momentos de persecución. Las cartas a las iglesias señalan esto explícitamente para Esmirna (2,9-10), Pérgamo (2,13), Filadelfia (3,8-10). La referencia a soportar el sufrimiento y a trabajar por el nombre de Cristo, en la carta a Éfeso (2,3) quizás deba leerse en el mismo sentido. Si bien aquí el énfasis aparece puesto en los contenidos ideológicos y políticos de la persecución, es necesario registrar su importancia para evaluar la situación económica. La persecución política no deja de tener consecuencias económicas y afectar la vida social de los perseguidos. Hechos menciona la multa impuesta a Jasón por albergar a Pablo en Tesalónica (Hch 17,9). La epístola a los Hebreos habla de las confiscaciones que acompañan a las persecuciones y encarcelamientos (Heb 10,32-34). Aun suponiendo que había en las comunidades algunos creyentes con ciertos recursos económicos, parece cierto que, de establecerse un clima de persecución, éstos se verían rápidamente amenazados. No sería equivocado pensar que algunos de los que han renegado de su fe lo han hecho por miedo a perder sus pertenencias o lugar social.
En la carta a Esmirna se señala explícitamente la condición de pobreza de la comunidad. El hecho de que “siendo pobre eres rica” apunta al contraste entre su condición económica y su carisma espiritual. La descripción que sigue hace evidente que la pobreza de esta iglesia debe ser material, porque no aparece ningún reproche a su testimonio, como sí aparece en las demás, con excepción de Filadelfia. En el caso de Filadelfia su fortaleza espiritual, que le permite sostenerse frente a sus adversarios, es contrastada con su debilidad. Es significativo que las dos iglesias que son caracterizadas como “pobre” y “débil” son justamente aquellas sobre las que no cabe reproche, mientras que la que es rica (Laodicea) es aquella que más tiene que reprocharse.
La cuestión económica en los símbolos e imágenes
Pero sería muy limitado nuestro enfoque si solo miramos a las cartas, que son apenas la introducción al texto. En las imágenes y símbolos que nutren el grueso del libro también podremos encontrar referencias a la concepción sobre la naturaleza de la historia y la condición económica en ella, desde la óptica del autor de Apocalipsis. Si bien se podría señalar que en muchas, sino en todas, las imágenes apocalípticas hay referencias directas o indirectas a la opresión, a las situaciones de injusticia y persecución, y a la acción divina frente a ellas, queremos concentrarnos solamente en aquellas que explícitamente hacen referencia directa a la cuestión económica. En ese sentido nos concentraremos en algunos versículos de los capítulos 6, 13 y 18.
La Carestía: 6,1-8. El misterio de la historia se va develando por el contenido del rollo “escrito por dentro y por fuera”(5,1), a través de los sellos que van siendo abiertos por el Cordero (6,1). El tercer sello (6,5-6) es el que se refiere a la esfera económica en forma directa, con la mención de los precios del grano (probablemente trigo) y la cebada. Es en estos versículos donde podemos apreciar una lectura de las condiciones de justicia e injusticia generadas por la condición económica . El contexto literario lo brinda la visión de los caballos y jinetes que surgen al abrirse los primeros cuatro sellos. El caballo que surge al abrirse el primer sello es un caballo blanco. Este surge y sale a vencer . Los otros caballos que surgen al abrirse los siguientes sellos son rojo, negro y amarillo respectivamente. En estos casos sí aparecen con claro valor negativo: son la guerra (el segundo caballo, de color rojo, 6,4) y la muerte (el cuarto, de color amarillo —o verde pálido—, según la traducción 6,8). En medio de ellos aparece el caballo negro y su jinete. No es posible identificar unívocamente este color con la carestía y la pobreza, pero indicios que surgen del conjunto de la figura parecen apuntar en este sentido. El jinete de este caballo negro es portador del fiel de una balanza mediante la cual se pesan los granos para el mercado. En los otros casos el aspecto, atributos y nombre del caballo-jinete son suficientes para indicar su naturaleza. Pero a diferencia de los otros jinetes, en este particular caso la salida va acompañada de una voz que por un lado crea un escenario (indicando los precios del grano) y por el otro lado le pone una limitación: no dañar el aceite y el vino.
Los precios señalados son exagerados, lo que está indicando carestía y especulación. Pero como señala Vanni, es conveniente hacer cierta distinción: el precio del “grano” —que probablemente se refiera al trigo como base del pan—, un denario la medida, es ciertamente muy superior al usual. Pero el precio de la cebada, con que se alimentaban los más pobres, tres medidas por un denario, pasa a ser tan exageradamente alto que se vuelve imposible para sus usuarios naturales. Esto estaría indicando que esta carestía es selectiva: afecta especialmente a los alimentos de los más humildes. Por el contrario, los productos vinculados con el consumo más refinado, el vino y el aceite (ver el antecedente en Pr 21,17), son puestos a salvo. También se pueden marcar otras diferencias: el trigo y la cebada son cosechas que dependen de la plantación anual, mientras la vid y el olivo son plantas que perduran. Finalmente, el trigo y la cebada son el producto bruto, mientras que el vino y el aceite son el producto elaborado de sus respectivas cosechas. En resumen, este jinete portador del dolor de la carestía afecta especialmente a los más pobres y a los que viven de la cosecha, a los que tienen que elaborar sus propios alimentos, pero no a los productores y compradores de los productos más elaborados y suntuarios. El hecho de que deba respetar el vino y el aceite señala, por contraste, que está libre para manejar a su antojo, manipulando el fiel de la balanza y los precios, los alimentos de los más humildes.
“Tal injusticia es una fuerza que invade la historia, con toda su fuerza de choque negativa” . Este caballo que trae la carestía abre el camino para el siguiente, la muerte, uno de cuyos instrumentos es el hambre (v. 8). Se da así una progresión: el caballo rojo de la guerra trae el conflicto y la espada; el negro y su jinete muestran cómo se produce la carestía, que afecta especialmente las cosechas que dependen de la siembra anual y los productos que consumen los más pobres; finalmente el caballo amarillo de la muerte ha usado la espada (el atributo del caballo rojo y su jinete), el hambre (el efecto del caballo negro y su jinete) y su propia fuerza: la mortandad generada por las fieras (el poder político en la simbólica del Apocalipsis). Así aparece la historia como el espacio donde se desencadenan estas fuerzas que generan dolor, hambre y muerte, pero que afectan especialmente a los más desprotegidos en los conflictos y guerras, a los que viven de los productos más baratos y sencillos en tiempos de carestía y a los que han sido sometidos por el poder bestial.
Bajo la marca de la bestia: 13,16-17. Aquí aparecen nuevamente menciones directas al orden de lo económico: comprar y vender. El contexto en este tramo del libro está dado por la presencia y dominio del dragón y las bestias sobre el orden de lo creado, sometiéndolo todo y ocupando el lugar de Dios, al lograr ser adorado por los humanos. La referencia a las prácticas del culto imperial es muy evidente y ha sido mencionada por prácticamente todos los comentaristas. En ese contexto de imposición y engaño aparece, sobre el final del capítulo, la mención a los ricos y pobres y a la actividad comercial.
El triunfo temporal y engañoso de la bestia (en este caso la segunda bestia, vv. 11-15) le permite marcar a todos sus seguidores. Esta marca es la contraparte de la marca que llevan los siervos de Dios (7,3) . La diferencia es que mientras los siervos de Dios llevan un sello en la frente, los adoradores de la bestia han sido marcados ya sea en la frente o en la mano. Esta señal impuesta a los adoradores de la bestia no diferencia entre sectores sociales: grandes y pequeños, pobres y ricos, libres y esclavos son incluidos en el sistema. Solo quedan exentos de esta marca los que no adoraron a la bestia ni a su imagen y que fueron los que murieron por causa del testimonio de Jesús y la Palabra de Dios. En la realización escatológica éstos tienen la función de juzgar (20,4 notar el mismo concepto que hemos señalado en 1Co 6,2).
Los que tienen esta marca adoran a la bestia. En esto también es consistente el Apocalipsis de Juan: 14,9.11; 16,2; 19,20, que son los otros textos donde se usa la palabra jarasma, siempre mencionan ambas cosas juntas.
Ahora bien, el verbo jarassw significa marcar, inscribir, grabar, y en ese sentido también es usado para indicar la acuñación de moneda: de allí que la palabra jarasma tiene, entre sus diferentes acepciones, el significado de “moneda” . Esto ha llevado a algunos autores a pensar que la “marca de la bestia” es la moneda romana, que lleva acuñada la imagen del Emperador o de la diosa Roma . De allí que solo quienes tienen esta marca puedan comprar y vender. El poder de la bestia, su poder opresivo e idolátrico, se lleva en la frente como expresión de pertemencia o en la mano, en la moneda con la que se compra y vende. La bestia es entonces un poder que se apodera con sentido excluyente de la actividad económica. Limita la posibilidad de comerciar solamente a aquellos que se someten a su ley, que adoran su imagen, que usan su moneda. Nadie puede desenvolverse fuera de su sistema, que incluye a todos en una determinada estructura y formación social, a algunos en los sectores dominantes y a otros como subordinados, pobres y esclavos. Incluso se le ha dado poder para matar a quienes lo intentan. Sin embargo, los que no se subordinan a esta imposición son los que están en el libro de la vida del Cordero inmolado (13,7-8).
La caída de la lujosa Babilonia: 18,1-24. Finalmente la referencia a lo económico está fuertemente presente en el cap. 18 . Allí la anunciada caída de Babilonia arrastra consigo las riquezas acumuladas y provoca el lamento de mercaderes y transportistas. El hambre aparece como una de las plagas que la destruirá (18,8). Esto trae el llanto y la endecha de los comerciantes: ya no hay quien compre sus mercaderías. Si antes solo con la marca imperial se podía comprar y vender, ahora esa marca se ha vuelto inútil: lo que se compra y vende ya no existe en Babilonia. La capacidad que daba la marca de la bestia ha desaparecido. La lista de las mercaderías (18,12-13) es un catálogo de productos suntuarios, comenzando con los de más valor y concluyendo con el trigo y los animales. El aceite y el vino dispensados en la carestía del tercer jinete ahora han desaparecido. Finalmente se incluyen entre las mercaderías las vidas de los humanos (psijé anthrwpwn). Este catálogo confirma, por su orden, la inclusión de la vida humana como el más des-preciado de los bienes. Para el sistema comercial, el valor de la vida queda al final de la lista. Cualquier otra cosa tiene más valor.
El v. 14 señala que faltarán estas cosas apetecibles y exquisitas. Pero lo que más lamentan los comerciantes es que su falta les impide enriquecerse. El temor se ha apoderado de ellos. Es interesante notar en qué consiste esta endecha: se lamenta la suerte desdichada de una gran ciudad que se exhibía en todo su esplendor: lo mejores atavíos, oro, piedras preciosas y perlas. Más adelante veremos que muchas de estas expresiones de riqueza también figurarán en la nueva Jerusalén. Sin embargo, en apenas una hora se han liquidado tantas riquezas. También los transportistas lloran y lamentan al perder la fuente de sus ganancias (v. 19).
Por otro lado, aparece un catálogo de aquellas cosas que hacen a la belleza y gozo de la vida (música, oficios, fiesta y amor). Estas cosas ya no podrán sostenerse en la ciudad condenada. Como sometió todas las cosas a la dinámica de los mercaderes, cuando éstos pierden su poder, todo cae. Al “fetichizar” la vida como hechiceros (v. 23) han engañado a todos y han arrastrado con su caída aún aquellas cosas que nunca deberían haber sido objeto de comercio: al arte, la capacidad laboral, la luz, la alegría y el amor. La vida plena no necesita de los productos suntuarios, pero sí de la capacidad de festejar, reír, trabajar, crear, de la música y de la luz. Cuando los mercaderes y corruptos han hechizado al mundo y confundido unos y otros, todos desaparecen. Y esto es condenado con el mismo sistema que destruye la vida de profetas, santos y de todos los victimados de la tierra (v. 24).
Hacia la vida plena. La nueva Jerusalén. La metáfora de la plenitud en el Apocalipsis la aporta la imagen de la nueva Jerusalén. En ella ya no hay dolor, ni clamor, ni llanto ni muerte. La presencia divina ilumina la vida constantemente. Los dispersos se han hecho pueblo, la creación ha sido renovada. En este sentido no deja de llamar la atención que, a diferencia de la mayoría de las expresiones y visiones paradisíacas, estemos acá en un paraíso urbano. Si en la primera creación el espacio creado por Dios para que habitemos los humanos es rural (un huerto) y las ciudades creadas por un fratricida (Gn 4,17), en Apocalipsis se propone un “Edén urbano”. La nueva creación que Dios regala a los humanos es una gran ciudad. Esta ciudad es la tienda de Dios entre los hombres. No es el tabernáculo sagrado como espacio de la presencia divina, ya que en esta ciudad no hay templo (21,22). Es el lugar donde Dios acampa cuando está entre los humanos (cf Jn 1,14). La presencia simbólica se hace presencia real. Ellos serán pueblo común (laos) - no “ciudadanos” (polites) ni “pueblo institucionalizado” (demos) de Dios, es decir, no hay gobierno fuera del divino. Este pueblo aún conserva lágrimas que serán enjugadas. Pero la fórmula “no existe ya más”, aplicada por un lado a la muerte y por otro a los componentes de la opresión (cf Ex 3,7) ha eliminado los motivos de esas lágrimas como parte de lo que ha sido y nunca más será.
El texto entra en la descripción de la nueva Jerusalén. A través de la descripción se nos dan elementos que nos permiten ir más allá y obtener a través de ellos interpretaciones de la realidad histórica y la concepción teológica subyacente. El visionario es llevado en el Espíritu a un monte alto (v. 10); conoce la nueva Jerusalén desde afuera, aunque luego describirá elementos internos (calles, falta de templo, etc.). La ciudad ha descendido desde el cielo (genitivo de origen) y desde Dios (genitivo de separación ver v. 2). La ciudad comparte, sin embargo, la gloria divina. Comienza la apelación a las piedras preciosas. Algunos elementos son los mismos que los que se encuentran en la condenada Babilonia. Pero ahora el brillo no es el de la riqueza que comercia y se acumula, sino el de la humanidad redimida.
La ciudad tiene una muralla, cuyos accesos son custodiados por ángeles (v. 12-14). La imagen de la ciudad es la de la ciudad amurallada de la antigüedad, condenada al anatema en Josué, pero ahora gobernada por Dios. Los nombres de las tribus en las puertas son marcas de la continuidad histórica. Si bien en 21,1 se marca la total ruptura entre la vieja creación y la nueva, los nombres de las tribus y luego la de los apóstoles mostrarán la dimensión de continuidad. Los nombres que fueron camino de salvación en la historia —el Israel originario, los apóstoles de la nueva misión de Dios— están escritos en las puertas. No son las puertas, son los letreros que las indican. Los accesos están abiertos a los cuatro puntos cardinales. Esto marca una singularidad, ya que es infrecuente en una ciudad amurallada, que generalmente habilitaba pocos caminos de acceso y orientados hacia el lugar que mejor podía defenderse. Así se indica que espera habitantes de todos lados y de todos los pueblos. El nombre dado a los cimientos con los cuales fue posible construir la ciudad divina apuntan a la Iglesia histórica. Son la memoria de un tiempo heroico que ha quedado en la base de la ciudad gloriosa.
Vale la pena tener en cuenta que es una ciudad perfectamente cuadrada, de aprox. 2.200 km. Lo absurdo de las medidas para una ciudad, especialmente si consideramos la altura, muestran el sentido simbólico de los números (en el original 12.000 estadios, 144 codos en la muralla). El v. 21 muestra elementos desconocidos: perlas del tamaño de una puerta, oro transparente. Esta “alquimia” de los elementos señala nuevamente una riqueza inconmensurable, que ridiculiza toda pretensión humana de riqueza. La riqueza de la nueva Jerusalén no es funcional a la acumulación, sino a una “ostentación” de la construcción divina. El visionario no percibe la presencia de templo (naos, templo, y no hierós, santuario). Dios y el Cordero son el templo. Una Jerusalén sin templo ni palacio pierde la función histórica de Jerusalén, que era justamente la de albergar el palacio y el tabernáculo de Dios. Esta nueva Jerusalén no es la renovación de la antigua Jerusalén ni en su construcción ni en sus funciones.
La ciudad ha perdido sus connotaciones opresivas. Sus calles de oro permiten el tránsito de todos. Es interesante justamente notar el lugar simbólico del oro. Es, entre los símbolos relacionados con lo económico, el que con mayor frecuencia aparece (21 veces en el texto). El oro está en los símbolos de muerte y en los de vida. De oro son los candelabros de las iglesias, el cinto del Hijo del Hombre, las coronas de los ancianos, las copas con las oraciones de los santos, los incensarios de los ángeles. Pero también hay oro en las coronas de las langostas destructoras, en las imágenes idolátricas, en el cáliz donde están las fornicaciones de Babilonia, en los productos suntuarios que serán destruidos. La ubicuidad de este símbolo por excelencia de la riqueza no es un dato despreciable: la economía y la riqueza no son condenadas en si mismas, como tampoco lo es la ciudad. La ciudad puede ser asesina, pero es también el espacio de la vida redimida. El oro aparece en los símbolos de los usurpadores y opresores. Pero por otro lado habla de la grandiosidad de la visión divina y es también el adorno de los santos.
Para una reflexión continuada
Tomándolo en su conjunto se puede indicar que, en la visión del Apocalipsis la riqueza y los bienes materiales aparecen no como una “cosa en sí”, aceptable o condenable, sino condicionados por su uso, tanto sea en la situación que se vive en las iglesias, según se refleja en las cartas iniciales, como en las imágenes que luego encadenan las visiones. El mundo material, en el cual transcurre la historia, ha condenado a algunas personas y sectores a vivir en condiciones de pobreza, afligidos por la carestía y amenazados por el hambre, sometidos a la imagen bestial que los incluye en el sistema para darles su marca, o los condena a la muerte. Los bienes que el ser humano produce no se comercian para sostener la vida cotidiana sino para enriquecer a unos pocos, de tal manera que la misma vida humana se transforma en mercancía. La intervención divina aparece como un límite inescapable a este orden que se ha apoderado de lo creado, de tal manera que es necesaria una nueva creación, una total ruptura, capaz de hacer “una ciudad nueva”, un nuevo ordenamiento. Entre tanto los santos solo pueden ser testigos, y como testigos integrarán la ciudad nueva, asentada sobre la base de la memoria histórica de quienes cumplieron la voluntad divina, aun al costo de sus vidas.
La escatología paulina ha establecido también otros parámetros: mientras se vive una fe apocalíptica (la historia no está nunca cerrada, Dios establece un juicio sobre ella, y por ese juicio es posible actuar en esperanza) hay que ir construyendo la comunidad como espacio paradigmático y misionero. La expectativa del fin, lejos de llevar a una despreocupación por la vida comunitaria, la acentúa. Pues como los santos serán jueces de las prácticas de este mundo, deben mostrar en sus propias conductas el criterio de ese juicio. En ese sentido, el modo en que se participa, práctica y simbólicamente, de los bienes materiales, ha de ser tal que puede levantarse como testimonio del amor operante. Si la salvación es una gracia divina, y nos transforma en justos y en herramientas de la justicia divina, esta justicia debe hacerse perceptible en la vida comunitaria. Lo gratuito organiza lo costoso y no al revés.
Por cierto que no es posible hoy plantearse una recuperación del ethos apocalíptico. Si bien las circunstancias históricas nos invitan a sostener una fe apocalíptica, esto no significa que no sea necesario plantearse otras mediaciones. La apocalíptica nos ofrece un horizonte ético y nos brinda los símbolos que permiten la elaboración de la crítica de las costumbres e instituciones históricas. Pero esos elementos no pueden agotar la visión de la realidad eclesial hoy, ni la manera de ver nuestra relación con los tiempos y modos de la vida humana en el mundo. Esto nos obliga a proyectar el testimonio sobre el uso de los bienes materiales con respuestas prácticas que no pueden coincidir totalmente con los tiempos apocalípticos. Pero por otro lado tampoco podemos ser fieles al testimonio bíblico con una solución adaptativa, afirmando los sistemas dominantes en el orden económico y dejando el mensaje evangélico para un orden espiritual, o para un milenio que solo llegará con la manifestación gloriosa de Dios y su juicio.
Frente a las concepciones de la economía de mercado globalizado, orquestada por un capitalismo financiero que se concibe como “natural” y para el cual el planteamiento de los límites éticos aparece como un factor distorsivo (véase el art. inicial de F. Hinkelammert), plantear un horizonte ético desde la visión de la víctimas de estas prácticas —que es uno de los motivos de la apocalíptica— aparece como una clara tarea evangélica. No es que el mercado no cree su propio ethos. Justamente lo impone; pero es parte de su función de hegemonía imponerlo como si no lo impusiera, el de hacerlo pasar como el mecanismo natural, como necesario, legítimo e inevitable. Entre otras cosas, la fe apocalíptica permite ver su ilegitimidad, y sobre todo, su carácter (marca, jaragma) idolátrico. Al ethos creado por la imagen que permite comprar y vender se opone la dinámica del libro de la vida del Cordero, que reúne en sí todas las víctimas. La economía organizada en función de la comunidad y la solidaridad que se plantea en la lectura paulina está mostrando que hay circunstancias y condiciones que permiten crear otros espacios económicos, donde lo gratuito (la gracia) es entendido como clave vital que permite también ordenar lo material, o al menos establecer los límites éticos al sentido de apropiación y dominio que el injusto sistema establece.
La visión apocalíptica está condicionada por su urgencia y la naturaleza de las comunidades portadoras de este mensaje: pequeños grupos (algunos lo plantean como sectas), con un fuerte sentido contrahegemónico, que veían el mundo como un escenario pasajero. Esto ya no es posible para una iglesia con una prolongada historia, con una fuerte intervención en la agenda del mundo, con instituciones afirmadas y participación masiva. Por eso el apocalipticismo más radical solo lo viven algunas sectas minoritarias y extremas del espectro cristiano. Sin embargo, es posible superar esta limitación con otras soluciones que no sean la simple adaptación acrítica al sistema que nos marca e impone su imagen. La pregunta hoy pasa por las posibilidades de seguir planteando alternativas y mediaciones éticas para la construcción de lo económico, donde el juicio divino se anticipe como dinámica transformadora de una realidad que sigue siendo opresora y excluyente. Las responsabilidades de una comunidad paradigmática y testimonial no han desaparecido. Por el contrario, se hacen más significativas justamente por la necesidad de una nueva proyección histórica. Las orientaciones de la apocalíptica, debidamente interpretadas en otros marcos comunitarios y temporales, seguirán siendo una referencia para esa construcción pendiente, que sigue reclamando que la economía sea puesta, no al servicio del enriquecimiento de algunos, sino del derecho de todos a una vida plena.
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